viernes, 30 de noviembre de 2012

Los Valdenses





Los historiadores católicos y protestantes no concuerdan en cuanto a los orígenes de los valdenses. Los primeros consideran a los valdenses como un fenómeno aislado que surgió repentinamente a fines del siglo XII bajo la dirección de un francés de Lyon llamado Vaudes, Valdés, Waldo o Pedro Valdo. En cambio, muchos protestantes afirman que los valdenses constituyen un eslabón en la cadena continua de disidentes que surgieron entre la época del emperador Constantino (siglo IV) y los reformadores protestantes del siglo XVI. Algunos historiadores protestantes opinan que el nombre de valdense, aplicado también a los procedentes del país de Vaud, se deriva de la palabra latina vallis, que significa 'valle', y se refiere al hecho de que aquellos disidentes a quienes se perseguía con persistencia como herejes se vieron obligados a refugiarse en los valles alpinos de Francia e Italia. La verdad parece ser que Valdo y sus seguidores llegaron a ser el punto de reunión para grupos similares de perseguidos por la iglesia católica, algunos de los cuales habían estado en las sombras por largo tiempo. Evidentemente, la separación de la Iglesia Ortodoxa en el siglo VII ya había creado en la Iglesia primitiva un cisma, aun cuando el protestantismo no comulgue en casi ninguna de las ideas de esta iglesia.

En este sentido, los mismos valdenses primitivos (previos a la Reforma Protestante) se consideraban a sí mismos como un remanente fiel de la verdadera Iglesia Cristiana tras la época del papa Silvestre (314-335 d. C.).


Pedro Valdo era un comerciante adinerado de Lyon que estaba casado y tenía dos hijas. Siendo hombre devoto y católico practicante, tras la muerte repentina de un conocido pidió a un amigo teólogo que le diera consejo de las Escrituras en cuanto a lo que debía hacer para agradar a Dios. En respuesta, su amigo citó el evangelio de Mateo 19:21, donde Jesús dijo al joven rico: "Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes y da a los pobres y tendrás tesoro en el cielo y, ven, sé mi seguidor."

La leyenda continúa diciendo que Valdo tomó a pecho este consejo. Así, después de proveer para el sustento de su esposa y colocar a sus dos hijas en un convento, comisionó a dos sacerdotes, Etienne d'Anse y Bernard Ydros, para que tradujeran los Evangelios y otros libros de la Biblia al idioma vernáculo —el occitano— que se hablaba en las regiones de la Provenza y el Delfinado (actualmente, el sudeste de Francia). Entonces distribuyó el resto de sus posesiones entre los pobres y se puso a estudiar las escrituras. Además, predicó en las calles de Lyon, invitando a los habitantes a que despertaran espiritualmente y regresaran al cristianismo según él lo entendía en las Escrituras. Se dice que ponía énfasis en la declaración de Jesús: "No podéis servir a dos amos, a Dios y al Dinero" (Mateo 6:24, Lucas 16:13).

Puesto que Valdo había sido bien conocido como próspero hombre de negocios, muchas personas le escucharon y pronto tuvo un grupo de seguidores. Les alegró oír el mensaje consolador de la Biblia en su propio idioma, pues hasta entonces la iglesia católica romana no había consentido que se tradujera la Biblia a otro idioma con la excepción del latín, alegando el alto costo, pues copiar a mano cada Biblia le tomaba a un monje un mínimo de 3 años. Muchas personas convinieron en renunciar a sus bienes y dedicarse a enseñar la Biblia en el idioma de la gente común. Se les llegó a conocer como los "Pobres de Lyon". Para ellos, cualquier cristiano, fuera hombre o mujer, podía predicar siempre y cuando tuviese suficiente conocimiento de las Escrituras.

En el movimiento valdense debe verse la fusión de varios movimientos religiosos separados de la iglesia oficial, cuyos adherentes se llamaron, respectivamente, Petrobrusianos, de Pedro de Bruys, Enricianos, de Enrique de Lausana, Arnaldistas, de Arnaldo de Brescia, Pobres de Lyon (después Valdenses) de Pedro Valdo.

Aquella predicación laica hizo que en 1179 el papa Alejandro III, al que el propio Valdo había apelado, prohibiese a Valdo y sus seguidores predicar sin el permiso del obispo local. El obispo Bellesmains de Lyon rehusó dar su consentimiento por considerar que se estaba predicando un evangelio diferente. Los registros históricos indican que, ante esta proscripción, Valdo respondió a la jerarquía usando las palabras de los Hechos de los Apóstoles: "Tenemos que obedecer a Dios como gobernante más bien que a los hombres."

Valdo y sus asociados continuaron predicando pese a la amenaza de excomunión y persecución. Así, el papa Lucio III los excomulgó en 1184 y el obispo de Lyon los expulsó de la diócesis.

El edicto de excomunión, que se extendió contra ellos en el año 1181, les obligó a salir de Lyon, lo que fue beneficioso para su causa. Pedro Valdo llegó hasta Polonia en la misma frontera de Rusia, donde murió en 1217 después de cincuenta y siete años de predicación de las doctrinas valdenses.


Los valdenses recorrieron con ánimo misionero el sur de Alemania, Suiza, Francia y llegaron a España, donde formaron grupos de cristianos disidentes de Roma en las provincias del norte y sobre todo en Cataluña. El hecho de que dos concilios y tres reyes se hayan ocupado de expulsarlos de España demuestra que su número tenía que ser considerable.

El clero, impotente para detener el avance y, alarmado, pidió al papa Celestino III que tomase medidas contra este movimiento. El papa mandó un delegado en 1194, que convocó la asamblea de prelados y nobles en Mérida, asistiendo personalmente el mismo rey Alfonso II de Aragón, quien dictó el siguiente decreto:

    "Ordenamos a todo valdense que, en vista de que están excomulgados de la Santa Iglesia, son enemigos declarados de este reino y tienen que abandonarlo, e igualmente todos los estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden, cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos o proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios Todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación y será castigado como culpable del delito de lesa majestad; además cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables sepa que si los ultraja, los maltrata o los persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable".

Desde entonces, la persecución se hizo sentir con violencia, y en una sola ejecución 114 valdenses fueron quemados vivos y sus cenizas echadas al río Ter en Gerona. Sin embargo, muchos lograron esconderse y seguir secretamente su predicación en el reino de León, Vizcaya y Cataluña, pues al contrario de lo que decretaba la orden real, los veían con costumbres austeras y anunciando de manera sencilla y llana el Evangelio, y hasta se menciona al obispo de Huesca, uno de los más notables prelados de Aragón, como protector decidido de los perseguidos valdenses. Pero las persecuciones contra ellos no cesaron, llegando a su apogeo por el año 1237, cuando 45 fueron arrestados en Castellón y 15 de ellos quemados vivos en la hoguera.


Como consecuencia de las persecuciones, estos disidentes del siglo XII se refugiaron en los Alpes y por toda la Occitania.

Los registros históricos muestran que, a principios del siglo XIII, podían hallarse valdenses no sólo en el sur de Francia y el norte de Italia, sino también en el este y norte de Francia, Flandes, Alemania, Austria y hasta en Bohemia, donde se dice que Valdo murió en 1217.

Desde el año 1200 hubo en Alsacia y Lorena tres grandes centros de actividad misionera. En Metz, el barba (pastor) Crespin y sus numerosos hermanos confundían al obispo Beltrán, quien en vano se esforzaba por suprimirlos. En Estrasburgo, los inquisidores mantenían siempre el fuego de la intolerancia contra la propaganda activa que hacía el barba Juan y más de 500 valdenses que componían la iglesia perseguida de aquella ciudad.

En Bohemia, donde Pedro Valdo terminó sus días, los resultados de la obra misionera valdense fueron fecundos y es muy probable que las prédicas valdenses influyeran sobre el sacerdote católico checo Jan Hus y dieran así origen a la iglesia de los husitas.

A mediados del siglo XIII, el inquisidor de Passau —Baviera— nombraba 42 poblaciones donde los valdenses habían echado raíces; y en Austria, el inquisidor Krens hacía quemar a principios del siglo XIV 130 valdenses. Se cree que el número de ellos en Austria no bajaba de 80.000.

En Italia, los valdenses estaban diseminados y bien establecidos en todas partes de la península. Tenían sedes en las grandes ciudades y un ministerio itinerante perfectamente organizado. En Lombardía, los discípulos de Arnaldo de Brescia, gran opositor del papa a pesar de que nunca llegó a separarse de la Iglesia Católica Romana, y que fue quemado vivo en 1155, se unían fácilmente a los valdenses cuando éstos les predicaban el Evangelio. En Milán poseían una escuela que era centro de una gran actividad misionera.

En Calabria se establecieron muchos valdenses del Piamonte en 1300 en Fuscaldo y Montecarlo. Habían conseguido cierta tolerancia y les permitían celebrar secretamente sus cultos con tal de que pagaran los diezmos al clero.

En tres de los valles del Piamonte, Lucerna, Perusa y San Martín, los valdenses formaron pueblos enteros en las primeras décadas del siglo XIII. Perduran comunidades valdenses en los valles orientales de los Alpes Cotios, en especial en la cuenca alta del río Dora Riparia, teniendo sus principales centros en las ciudades de Oulx y Susa. Por ese motivo, estos pequeños valles del Piamonte son conocidos como Valvaldenses o Valles Valdenses, hablándose allí aún el occitano e incluso el arpitano.

Estos datos históricos que poseemos de la abundante literatura producida por los valdenses prueban que el protestantismo —aún sin ese nombre— tuvo un origen anterior a Lutero: más de 340 años antes de que se produjese el movimiento espiritual de la Reforma, existían ya muchos cristianos que no comulgaban con los dogmas de la Iglesia Católica Romana.


El maestro valdense alemán Federico Reiser abandonó en 1426 el pacifismo valdense y se unió al ejército taborita que avanzaba hacia Viena y en 1431 fue ordenado como ministro husita de la Palabra. Él y su esposa Ana Weiler fueron ejecutados en Estrasburgo en 1458, pero su influencia se extendió a muchos valdenses italianos y franceses de los Alpes, que llegaron a sentirse identificados con el husismo taborita, y en 1483 se levantaron contra el duque Carlos I de Saboya. En cambio, algunos valdenses de la época, como el hermano Lucas de Praga, se unieron a los husitas moderados.

En 1526 se celebró en Laus un sínodo, en el cual se discutieron las ideas de la Reforma protestante. Una opinión sostenía mantener los vínculos con los husitas; otra, acercarse a la Reforma suiza y otra a Lutero. El barba Martín Gonin difundió los escritos de Lutero y encabezó al sector partidario de unirse al protestantismo y distanciarse de los husitas.

El sínodo de Merindol (Provenza) en 1530 se orientó hacia los reformadores suizos. Luego en el sínodo de Chanforan en 1532 y a propuesta de Jorge Morel, adoptó una nueva confesión de fe acorde con la Reforma suiza. Se apartó de esta decisión una minoría dirigida por Daniel de Valencia y Juan de Molines; congregaciones del valle del Po, Calabria y Apulia tampoco aceptaron la decisión del sínodo y en algunos casos se sumaron al movimiento anabaptista. Sin embargo, la mayoría de los valdenses se unieron después al protestantismo, al considerar que en lo fundamental compartían la misma fe.

En época reciente, el ya fallecido papa Juan Pablo II pidió perdón a los valdenses en una reunión que tuvo con ellos en Asís.


Tradicionalmente se ha atribuído a este movimiento una notable influencia dualista. Los valdenses primitivos rechazaban la veneración de imágenes, la transubstanciación, la existencia del Purgatorio, la veneración a María, las oraciones a los santos, la veneración de la cruz y de las reliquias, el arrepentimiento de última hora, la necesidad de que la confesión se haga ante sacerdotes (ellos practicaban un tipo de confesión ante Dios guiados por sus “barbas” o predicadores itinerantes), las misas por los muertos y las indulgencias papales. Además, rechazaban como ajenos al Evangelio el bautismo de infantes (aunque no todas las congregaciones valdenses, lo que plugo mucho a Lutero que sí estaba por el bautismo infantil), la pena de muerte (aunque en esto hay muchas dudas, ya que plantearon estas cuestiones a los Reformadores del siglo XVI) sobre si era o no lícita la pena de muerte y si les era lícito lit. "matar a los infiltrados que les denunciaban y entregaban al "Anticristo" -para ellos la iglesia Romana-" , el uso de armamentos y la participación en guerras.

Sin embargo, en lo referente al celibato del clero, algunos valdenses anteriores a la Reforma protestante estimaban que para ser parte del cuerpo de predicadores itinerantes (o “barbas”) había que vivir una vida célibe, por lo que se abstenían de relaciones sexuales y del matrimonio. Tenían también -como ellos mismos documentan- un grupo de mujeres vírgenes dedicadas al Señor. Tras el concilio que se planteó para abrazar o no la Reforma en el siglo XVI, del que se da cuenta arriba, rechazaron el celibato obligatorio como "doctrina diabólica".

Los predicadores itinerantes o “barbas” eran escogidos de entre los fieles valdenses (principalmente gente de muy humilde extracción y campesina), a los que se les apartaba durante los meses de invierno para enseñarles a leer y escribir, y tenían que aprender de memoria el Evangelio de Mateo y el de Juan, así como las epístolas universales y las paulinas pastorales (a Tito, Timoteo, etc.), para lo cual tardaban alrededor de dos años. Posteriormente, según alguna fuente, se apartaban durante dos años en un lugar secreto del norte de Italia donde hacían voto de castidad, tras lo cual pasaban a formar parte del cuerpo de los “barbas”.

Si bien antes de abrazar la reforma practicaban de una manera muy sencilla los siete sacramentos de Roma, pues practicaban una especie de confesión con los “barbas”, la imposición de manos, oraciones a ciertas horas y otros, posteriormente por influencia de los reformadores del siglo XVI aceptaron sólo dos: el bautismo, "abierta confesión de nuestra fe y del cambio de nuestra vida", y la comunión o Cena, en que con fe, amor y autoexamen, recibimos el pan y el vino, ya que nosotros también llegamos a ser parte del cuerpo y sangre de Cristo". Consideraban el matrimonio como "bueno, santo e instituido por Dios, de manera que a nadie se debe prohibir casarse" (en alusión a la prohibición católica del matrimonio de los sacerdotes y al rechazo de los cátaros a la sexualidad y la procreación), aunque estimaban la castidad como un don que, como hemos comentado, sólo practicaron, antes de la Reforma, algunos de los predicadores valdenses.

Los valdenses rechazaron el ejercicio por parte de la iglesia de poder estatal, de jurisdicción temporal, la imposición de la fe a la fuerza o la dominación por las armas. También rechazaron el uso de imponentes y elegantes edificios religiosos. Hacían un alegato particular a la renuncia de los bienes materiales en favor de los menos privilegiados, como lo hizo su fundador.

En su obra de predicar, los valdenses primitivos enseñaban la Biblia y daban mucha importancia al Sermón de la montaña y al Padre nuestro, en los cuales se muestra que el reino de Dios es lo que se debe buscar principalmente y lo que se debe pedir en oración (Mateo 6:10,33). Sostenían que cualquier cristiano, fuera hombre o mujer, que poseyera suficiente conocimiento de la Biblia estaba autorizado para predicar la "buena nueva" (el Evangelio). Además, consideraban a Jesús como el único mediador entre Dios y el hombre. Puesto que Jesús había muerto una vez para siempre, sostenían que un sacerdote no podía repetir este sacrificio celebrando una misa. Los valdenses primitivos conmemoraban la muerte de Cristo, tal como lo hacen hoy en día, utilizando pan y vino como símbolos.

Los valdenses primitivos sostenían que no era necesario ir a una iglesia para adorar a Dios. Celebraban reuniones clandestinas en establos, hogares particulares y dondequiera que pudieran hacerlo. Durante estas reuniones estudiaban la Biblia y preparaban nuevos predicadores, los cuales acompañaban a los más experimentados. Viajaban por parejas de granja en granja y, cuando estaban en los pueblos y aldeas, iban de casa en casa.


El centro administrativo de la Iglesia Evangélica Valdense del Río de la Plata se encuentra en la localidad de Colonia Valdense, en el departamento de Colonia, República Oriental del Uruguay, ubicada a 121 km de Montevideo y a 57 de Colonia del Sacramento. En 1969, la iglesia estableció en Barrio Nuevo un lugar de reunión y lectura de la Biblia, que por las necesidades se transformó en un comedor comunitario para sábados y domingos, para 500 familias pobres. La actividad misionera ha llevado a la incorporación de nuevas personas, que no tienen que ver con las raíces valdenses, a los que llaman "nuevos valdenses".

Las primeras familias valdenses llegaron al Uruguay en 1856. A partir de esa fecha se produjeron diversas migraciones, principalmente a la República Argentina y en especial a la región sur de la provincia de La Pampa en la localidad de Jacinto Arauz, lugar al que llegaron alrededor de 1901.

Actualmente la Iglesia Evangélica Valdense del Río de la Plata está compuesta por unas quince congregaciones en Uruguay y diez en Argentina, con unos 3.000 miembros activos.









Joaquinismo (S XII)




Los joaquinitas o joaquinistas fueron los seguidores de las enseñanzas del Abad Joaquín de Fiore, iniciador de un movimiento heterodoxo surgido en el siglo XII, que proponía una reinterpretación de la historia y del evangelio, para seguir el llamado «Evangelio eterno». Influyeron notablemente en diversos grupos heterodoxos y heréticos, fundamentalmente en los franciscanos espirituales y en los fraticelli, que proponían una observancia más estricta de la Regla franciscana, así como en diversos grupos milenaristas a lo largo de la historia.


Las obras de Joaquín de Fiore parecen dividir la historia en tres edades. La primera era la «edad del padre». La edad del padre era la época de la Antigua Alianza. La segunda fue la «edad del Hijo», y por lo tanto el mundo del cristianismo. La edad de la tercera y última sería la del Espíritu Santo, a partir de la Parusía. Este será un nuevo «Evangelio eterno» que se pondrá de manifiesto con la sustitución de la Iglesia jerárquica y corrupta por la Iglesia del Espíritu, sobre la base de la igualdad y la utopía monástica. La primera y segunda edades tienen tiene cuarenta y dos generaciones. Joaquín parecía sugerir que la era cristiana terminó en 1260 con la llegada del Anticristo, por la que edad utópica esta al llegar.

El pensamiento de los joaquinistas «tienen su origen en la profunda convicción de poseer una llamada personal a la misión profética. Joaquín de Fiore se siente el Bautista y el Elías de los nuevos tiempos. Este profundo convencimiento se acrecienta en la meditación de la Sagrada Escritura, que interpreta llevando el método alegórico a las mayores y arbitrarias exageraciones»

En 1215, algunas de sus ideas fueron condenados en el IV Concilio de Letrán. Por otra parte, sus admiradores llegaron a creer en el comienzo de esta nueva era se iniciará con la llegada de un virtuoso papa procedente de la orden franciscana, que podría ser Celestino V. Su renuncia y posterior muerte en las mazmorras del siguiente papa, fue considerado un signo de la venida del Anticristo. Por lo tanto, en el pensamiento joaquinista, la Iglesia Católica era la ramera de Babilonia y el papa el mismo anticristo, pensamiento que sería recuperado por Lutero en la reforma protestante, y que condujo a una ruptura con el catolicismo. Al mismo tiempo, o poco antes, se decidió que incluso los escritos de Joaquín eran el «Evangelio Eterno», o la ruta de acceso al mismo.

El pensamiento de Joaquín de Fiore ha sido una influencia constante en algunos místicos y teólogos, siendo estudiada con profunidad. Dante lo coloca entre santo Tomás de Aquino y san Buenaventura en el canto XII del Paraíso. Algunos autores destacan la influencia del joaquinismo en san Bernardino de Siena y el mismo Buenaventura, así como en los mentados «espirituales»: Gerardo de Borgo, Juan de Parma, Salimbene de Adán, Ubertino de Casale, Hugo de Digne, Pedro Juan Olivi y otros autores, como Arnaldo de Vilanova y movimientos religiosos, como el de las beguinas, los fraticelli, los hermanos del libre espíritu, los ranters y los flagelantes. durante el Renacimiento se releyeron sus escritos, influyendo en Jerónimo Savonarola, Juan Bautista Vico, Cola de Rienzo, Nicolás de Cusa, John Wickliffe, que usó en su Trialogus la obra joaquinita De Semine Scripturarum y, posteriormente, incluso en los socialistas utópicos de Henri de Saint-Simon.

Teorías similares son seguidas actualmente por diversos movimientos de carácter cristiano, como es el caso de los Testigos de Jehová

Monjes del libre espíritu (S XII)





Los personajes más conocidos que formaron parte fueron:
Algunos historiadores han defendido que Amaury de Bene estuvo influenciado por el pensamiento de Juan Escoto Erígena y por la Escuela Palatina, aunque llevando claramente al extremo sus opiniones. Los seguidores de ésta comunidad también fueron conocidos como amaurinos, bons enfants, pauperes Christi o picardos.


Las ideas principales de Los Hermanos del Libre Espíritu fueron de carácter anti-jerárquico, defensa de ideas panteístas, además, sostenían que Dios estaba en todo y en todos a través de la presencia del Espíritu Santo, lo que ocasionó una fusión entre Dios y la criatura. Además, la creencia de que Dios estaba en todos llevó a negar la existencia del pecado y, por lo tanto, llegaron a defender que es innecesario recurrir al auxilio de los sacramentos ya que el hombre no debía someterse a las limitaciones que impone la ley moral. También desconocieron la divinidad de Jesucristo como su acción redentora hacia el pecado original de la Humanidad. Si que defendieron, en cambio, la eternidad de la creación.
Estas posturas y además el rechazo del papel y de la validez de la Iglesia, de los sacramentos y de la Sagradas Escrituras hicieron que fuesen condenados por el Papa Inocencio III (1198-1216), lo cual hizo que el teólogo Amaury de Bene se retractara.
Marcados por una tendencia netamente anarquista, se opusieron a todo orden establecido, esta comunidad fue acusada de promover el libertinaje, por sus prácticas de amor libre, nudismo y otras actitudes calificadas como "desviaciones".


Finalmente, al ser duramente reprimidos tanto por las autoridades eclesiásticas como por las seculares, los Hermanos del Libre Espíritu desaparecieron en 1411.

Aunque siguió difundiéndose clandestinamente en los telares flamencos, para reencarnarse muchos años después en la secta de los "Libertinos".

Aunque claramente Los Hermanos del Libre Espíritu existieron antes que fuese formulado el anarquismo, muchos han identificado a esto como anarquistas por diversas razones:

    Porque través de su prédica y peregrinación se constituyeron en verdaderos portavoces de la rebelión social.
    Por defender abiertamente una libertad sexual (como la desnudez o las orgías).
    Por cometer robos en nombre de la comunidad de bienes.
    Predicar una total sublimidad a los apetitos coporales.
    Incluso algunos han llegado a nombrarles como "anarco-sexuales".



Caza de brujas siglo XXI: Roma retira la condición de monseñor al líder del «llamado a la desobediencia»




La Santa Sede anunció ayer la retirada de los títulos honoríficos de «monseñor» y «capellán de su Santidad» al sacerdote Helmut Schüller, cabeza visible del movimiento de rebeldía contra la Iglesia y su Magisterio protagonizado por centenares de sacerdotes austriacos. Es la primera medida disciplinaria contra el autor del «llamado a la desobediencia», al que se sumaron más de 300 sacerdotes del país centroeuropeo.


(Agencias/InfoCatólica) El Cardenal y Arzobispo de Viena, S.E.R Christoph Schönborn, advirtió en su día que el camino de la disidencia traería consecuencias para los que transitaran por el mismo. El cardenal ha sido el encargado de comunicar a Helmut Schüller la decisión del Vaticano. El sacerdote ha asegurado que lo ocurrido no supone para él «ningún drama».
Un portavoz vaticano aseguró que si Schüller accediera a cambiar su postura podría recuperar los títulos de los que ha sido despojado y que le fueron concedidos cuando era presidente de Cáritas Austria.
Los firmantes del «llamado a la desobediencia» pedían, entre otras medidas de supuesta reforma de la Iglesia, la aceptación de la mujer al sacramento del orden sacerdotalcuestión zanjada definitivamente por el magisterio– y la supresión del celibato obligatorio, así como la vuelta al sacerdocio de los sacerdotes que lo abandonaron al casarse.
La respuesta del cardenal Schönborn fue tajante y no dudó en afirmar que «esto no puede continuar. Si alguien ha decidido seguir el camino de la disidencia, ello tiene consecuencias»
Incluso el papa Benedicto XVI decidió responder directamente a los sacerdotes rebeldes en una homilía pronunciada el pasado mes de abril, en la que dijo:
Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de una auténtica renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de transformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?

Primero los Lefevristas, luego los Jesuitas, ahora estos hermanos austríacos... el último que apague la luz...

jueves, 29 de noviembre de 2012

El Catarismo (S XI)






El catarismo es la doctrina de los cátaros (o albigenses), un movimiento religioso de carácter gnóstico que se propagó por Europa Occidental a mediados del siglo X, logrando arraigar hacia el siglo XII entre los habitantes del Mediodía francés, especialmente en el Languedoc, donde contaba con la protección de algunos señores feudales vasallos de la corona de Aragón.

Con influencias del maniqueísmo en sus etapas pauliciana y bogomila, el catarismo afirmaba una dualidad creadora (Dios y Satanás) y predicaba la salvación mediante el ascetismo y el estricto rechazo del mundo material, percibido por los cátaros como obra demoníaca.

En respuesta, la Iglesia Católica consideró sus doctrinas heréticas. Tras una tentativa misionera, y frente a su creciente influencia y extensión, la Iglesia terminó por invocar el apoyo de la corona de Francia, para lograr su erradicación violenta a partir de 1209 mediante la Cruzada albigense. A finales del siglo XIII el movimiento, debilitado, entró en la clandestinidad y se extinguió poco a poco.

El nombre «cátaro» viene probablemente del griego καθαρός (kazarós): ‘puro’. Otro origen sugerido es el término latino cattus: ‘gato’, el alemán ketter o el francés catiers, asociado habitualmente por la Iglesia a "adoradores del diablo en forma de gato" o brujas y herejes. Una de las primeras referencias existentes es una cita de Eckbert von Schönau, el cual escribió acerca de los herejes de Colonia en 1181: «Hos nostra Germania cátharos appéllat».

Los cátaros fueron denominados también albigenses. Este nombre se origina a finales del siglo XII, y es usado por el cronista Geoffroy du Breuil of Vigeois en 1181. Se ha creído que este nombre se refiere a la ciudad occitana de Albi (la antigua Álbiga), pero esta denominación no parece muy exacta, puesto que el centro de la cultura cátara estaba en Tolosa (Toulouse) y en los distritos vecinos. Tal vez, por considerarse puros, se autodenominaban albinos, que tendría su origen en la raíz "alb", que significa blanco, raíz de la que derivan nombres como Albania. También recibieron el nombre de «poblicantes», siendo este último término una degeneración del nombre de los paulicianos, con quienes se les confundía.

Además era llamada "la secta de los tejedores" por el hecho de ser los tejedores y vendedores de tejidos sus principales difusores en Europa occidental.

El catarismo llegó a Europa occidental desde Europa oriental a través de las rutas comerciales, de la mano de herejías maniqueas desalojadas por Bizancio. Estas herejías se asentaron en Occidente y se propagaron por distintos países. Por ello, los albigenses recibían también el nombre de búlgaros (Bougres) y mantenían vínculos con los bogomilos de Tracia, con cuyas creencias tenían muchos puntos en común y aún más con la de sus predecesores, los paulicianos. Sin embargo, es difícil formarse una idea exacta de sus doctrinas, ya que existen pocos textos cátaros. Los pocos que aún existen (Rituel cathare de Lyon y Nouveau Testament en provençal) contienen escasa información acerca de sus creencias y prácticas.

Los primeros cátaros propiamente dichos aparecieron en Lemosín entre 1012 y 1020. Algunos fueron descubiertos y ejecutados en la ciudad languedociana de Toulouse en 1022. La creciente comunidad fue condenada en los sínodos de Charroux (Vienne) (1028) y Tolosa (1056). Se enviaron predicadores para combatir la propaganda cátara a principios del siglo XII. Sin embargo, los cátaros ganaron influencia en Occitania debido a la protección dispensada por Guillermo, duque de Aquitania, y por una proporción significativa de la nobleza occitana. El pueblo estaba impresionado por los Perfectos y por la predicación antisacerdotal de Pedro de Bruys y Enrique de Lausanne en Périgord.

La creencia cátara tenía sus raíces religiosas en formas estrictas del gnosticismo y el maniqueísmo. En consecuencia, su teología era dualista radical, basada en la creencia de que el universo estaba compuesto por dos mundos en absoluto conflicto, uno espiritual creado por Dios y otro material forjado por Satán.

Los cátaros creían que el mundo físico había sido creado por Satán, a semejanza de los gnósticos que hablaban del Demiurgo. Sin embargo, los gnósticos del siglo I no identificaban al Demiurgo con el Diablo, probablemente porque el concepto del Diablo no era popular en aquella época, en tanto que se fue haciendo más y más popular durante la Edad Media.

Según la comprensión cátara, el Reino de Dios no es de este mundo. Dios creó cielos y almas. El Diablo creó el mundo material, las guerras y la Iglesia Católica. Ésta, con su realidad terrena y la difusión de la fe en la Encarnación de Cristo, era según los cátaros una herramienta de corrupción.

Para los cátaros, los hombres son una realidad transitoria, una “vestidura” de la simiente angélica. Afirmaban que el pecado se produjo en el cielo y que se ha perpetuado en la carne. La doctrina católica tradicional, en cambio, considera que aquél vino dado por la carne y contagia en el presente al hombre interior, al espíritu, que estaría en un estado de caída como consecuencia del pecado original. Para los católicos, la fe en Dios redime, mientras que para los cátaros exigía un conocimiento (gnosis) del estado anterior del espíritu para purgar su existencia mundana. No existía para el catarismo aceptación de lo dado, de la materia, considerada un sofisma tenebroso que obstaculizaba la salvación.

Los cátaros también creían en la reencarnación. Las almas se reencarnarían hasta que fuesen capaces de un autoconocimiento que les llevaría a la visión de la divinidad y así poder escapar del mundo material y elevarse al paraíso inmaterial. La forma de escapar del ciclo era vivir una vida ascética, sin ser corrompido por el mundo. Aquellos que seguían estas normas eran conocidos como Perfectos. Los Perfectos se consideraban herederos de los apóstoles, con facultades para anular los pecados y los vínculos con el mundo material de las personas.

Negaban el bautismo por la implicación del agua, elemento material y por tanto impuro, y por ser una institución de Juan Bautista y no de Cristo. También se oponían radicalmente al matrimonio con fines de procreación, ya que consideraban un error traer un alma pura al mundo material y aprisionarla en un cuerpo. Rechazaban comer alimentos procedentes de la generación, como los huevos, la carne y la leche (sí el pescado, ya que entonces era considerado un "fruto" espontáneo del mar).

Siguiendo estos preceptos, los cátaros practicaban una vida de férreo ascetismo, estricta castidad y vegetarianismo. Interpretaban la virginidad como la abstención de todo aquello capaz de “terrenalizar” el elemento espiritual.

Otra creencia cátara opuesta a la doctrina católica era su afirmación de que Jesús no se encarnó, sino que fue una aparición que se manifestó para mostrar el camino a Dios. Creían que no era posible que un Dios bueno se hubiese encarnado en forma material, ya que todos los objetos materiales estaban contaminados por el pecado. Esta creencia específica se denominaba docetismo. Más aún, creían que el dios Yahvé descrito en el Antiguo Testamento era realmente el Diablo, ya que había creado el mundo y debido también a sus cualidades («celoso», «vengativo», «de sangre») y a sus actividades como «Dios de la Guerra». Los cátaros negaban por ello la veracidad del Antiguo Testamento.

El consolamentum era el único sacramento de la fe cátara, con excepción de una suerte de Eucaristía simbólica, el Melioramentum, sin transubstanciación (si Cristo era una entidad exclusivamente espiritual, no encarnada, el pan no podía convertirse en el cuerpo de Cristo).

Los cátaros también consideraban que los juramentos eran un pecado, puesto que ligaban a las personas con el mundo material.

En 1147, el papa Eugenio III envió un legado a los distritos afectados para detener el progreso de los cátaros. Los escasos y aislados éxitos de Bernardo de Claraval no pudieron ocultar los pobres resultados de la misión ni el poder de la comunidad cátara en la Occitania de la época. Las misiones del cardenal Pedro (de San Crisógono) a Tolosa y el Tolosado en 1178, y de Enrique, cardenal-obispo de Albano, en 1180-1181, obtuvieron éxitos momentáneos. La expedición armada de Enrique de Albano, que tomó la fortaleza de Lavaur, no extinguió el movimiento.

Las persistentes decisiones de los concilios contra los cátaros en este periodo —en particular, las del Concilio de Tours (1163) y del Tercer Concilio de Letrán (1179)— apenas tuvieron mayor efecto. Cuando Inocencio III llegó al poder en 1198, resolvió suprimir el movimiento cátaro con la definición sobre la fe del IV Concilio de Letrán.

A raíz de este hecho, la posibilidad cada vez más real de que Inocencio III decidiese resolver el problema cátaro mediante una cruzada provocó un cambio muy importante en la política occitana: la alianza de los condes de Tolosa con la Casa de Aragón. Así, si Raimundo V (1148-1194) y Alfonso II de Aragón (1162-1196) habían sido siempre rivales, en 1200 se concertó el matrimonio entre Ramón VI de Tolosa (1194-1222) y Eleonor de Aragón, hermana de Pedro II el Católico, quien, en 1204, acabaría ampliando los dominios de la Corona de Aragón con el Languedoc al casarse con María, la única heredera de Guillermo VIII de Montpellier.

Al principio, el Papa Inocencio III probó con la conversión pacífica, enviando legados a las zonas afectadas. Los legados tenían plenos poderes para excomulgar, pronunciar interdictos e incluso destituir a los prelados locales. Sin embargo, éstos no tuvieron que lidiar únicamente con los cátaros, con los nobles que los protegían, sino también con los obispos de la zona, que rechazaban la autoridad extraordinaria que el papa había conferido a los legados. Hasta tal punto que, en 1204, Inocencio III suspendió la autoridad de los obispos en Occitania. Sin embargo, no obtuvieron resultados, incluso después de haber participado en el coloquio entre sacerdotes católicos y predicadores cátaros, presidido en Béziers en 1204, por el rey aragonés Pedro el Católico.

El monje cisterciense Pedro de Castelnau, un legado papal conocido por excomulgar sin contemplaciones a los nobles que protegían a los cátaros, llegó a la cima excomulgando al conde de Tolosa, Raimundo VI (1207) como cómplice de la herejía. El legado fue asesinado cerca de la abadía de Saint Gilles, donde se había reunido con Raimundo VI, el 14 de enero de 1208, por un escudero de Raimundo de Tolosa. El escudero afirmó que no actuaba por orden de su señor, pero este hecho poco creíble, fue el detonante que comenzó la cruzada contra los albigenses.

El Papa convocó al rey Felipe II de Francia para dirigir una cruzada contra los cátaros, pero esa primera convocatoria fue desestimada por el monarca francés, al que le urgía más el conflicto con el rey inglés Juan Sin Tierra. Entonces Pedro el Católico, que se acababa de casar, acudió a Roma en donde Inocencio III le coronó solemnemente y, de esta manera, el rey de la Corona de Aragón se convertía en vasallo de la Santa Sede, con la cual se comprometía a pagar un tributo. Con este gesto, Pedro el Católico pretendía proteger sus dominios del ataque de una posible cruzada. El Papa, por su parte, receloso de la actitud del rey aragonés hacia los príncipes occitanos sospechosos de tolerar la herejía (e incluso de practicarla), no quiso delegar nunca la dirección de la cruzada a Pedro el Católico. Posteriormente, el rey aragonés y su hermano Alfonso II de Provenza tomaron medidas contra los cátaros provenzales.

En 1207, al mismo tiempo que Inocencio III renovaba las llamadas a la cruzada contra los herejes, dirigidas ahora no sólo al rey de Francia, sino también al duque de Borgoña y a los condes de Nevers, Bar y Dreux, entre otros, el legado papal Pedro de Castelnau dictó sentencia de excomunión contra Raimundo VI, ya que el conde de Tolosa no había aceptado las condiciones de paz propuestas por el legado, en el que se obligaba a los barones occitanos no admitir judíos en la administración de sus dominios, a devolver los bienes expoliados a la Iglesia y, sobre todo, a perseguir a los herejes. A raíz de la excomunión, Raimundo VI tuvo una entrevista con Pedro de Castelnau en Sant Geli en enero de 1208, muy tempestuosa y conflictiva, de la que no salió ningún acuerdo.

Ante lo inútil de los esfuerzos diplomáticos el Papa decretó que toda la tierra poseída por los cátaros podía ser confiscada a voluntad y que todo aquel que combatiera durante cuarenta días contra los "herejes", sería liberado de sus pecados. La cruzada logró la adhesión de prácticamente toda la nobleza del norte de Francia. Por tanto, no es sorprendente que los nobles del norte viajaran en tropel al sur a luchar. Inocencio encomendó la dirección de la cruzada al rey Felipe II Augusto de Francia, el cual, aunque declina participar, sí permite a sus vasallos unirse a la expedición.

La llegada de los cruzados va a producir una situación de guerra civil en Occitania. Por un lado, debido a sus contenciosos con su sobrino, Ramón Roger Trencavel —vizconde de Albí, Béziers y Carcasona—, Raimundo VI de Tolosa dirige el ejército cruzado hacia los dominios del de Trencavel, junto con otros señores occitanos, tales como el conde de Valentines, el de Auvernia, el vizconde de Anduze y los obispos de Burdeos, Bazas, Cahors y Agen. Por otro lado, en Tolosa se produce un fuerte conflicto social entre la «compañía blanca», creada por el obispo Folquet para luchar contra los usureros y los herejes, y la «compañía negra». El obispo consigue la adhesión de los sectores populares, enfrentados con los ricos, muchos de los cuales eran cátaros.

La batalla de Béziers, que, según el cronista de la época Guillermo de Tudela, obedecía a un plan preconcebido de los cruzados de exterminar a los habitantes de las bastidas o villas fortificadas que se les resistieran, indujo al resto de las ciudades a rendirse sin combatir, excepto Carcasona, la cual, asediada, tendrá que rendirse por falta de agua. Aquí, sin embargo, los cruzados, tal como lo habían negociado con el rey Pedro el Católico (señor feudal de Ramón Roger Trencavel), no eliminaron a la población, sino que simplemente les obligaron a abandonar la ciudad. En Carcasona muere Ramón Roger Trencavel. Sus dominios son otorgados por el legado papal al noble francés Simón de Montfort, el cual entre 1210 y 1211 conquista los bastiones cátaros de Bram, Minerva, Termes, Cabaret y Lavaur (este último con la ayuda de la compañía blanca del obispo Folquet de Tolosa). A partir de entonces se comienza a actuar contra los cátaros, condenándoles a morir en la hoguera.

La batalla de Béziers y el expolio de los Trencavel por Simón de Montfort van a avivar entre los poderes occitanos un sentimiento de rechazo hacia la cruzada. Así, en 1209, poco después de la caída de Carcasona, Raimundo VI y los cónsules de Tolosa van a negarse a entregarle a Arnaldo Amalric los cátaros refugiados en la ciudad. Como consecuencia, el legado pronuncia una segunda sentencia de excomunión contra Raimundo VI y lanza un interdicto contra la ciudad de Tolosa.

Para conjurar la amenaza que la cruzada anticátara comportaba contra todos los poderes occitanos, Raimundo VI, después de haberse entrevistado con otros monarcas cristianos –el emperador del Sacro Imperio Otón IV, los reyes Felipe II Augusto de Francia y Pedro el Católico de Aragón- intenta obtener de Inocencio III unas condiciones de reconciliación más favorables. El Papa accede a resolver el problema religioso y político del catarismo en un concilio occitano. Sin embargo, en las reuniones conciliares de Saint Gilles (julio de 1210) y Montpellier (febrero de 1211), el conde de Tolosa rechaza la reconciliación cuando el legado Arnaldo Amalric le pide condiciones tales como la expulsión de los caballeros de la ciudad, y su partida a Tierra Santa.

Después del concilio de Montpellier, y con el apoyo de todos los poderes occitanos –príncipes, señores de castillos o comunas urbanas amenazadas por la cruzada-, Raimundo VI vuelve a Tolosa y expulsa al obispo Folquet. Acto seguido, Simón de Montfort comienza el asedio de Tolosa en junio de 1211, pero tiene que retirarse ante la resistencia de la ciudad.

Para poder enfrentarse a Simón de Montfort, visto en Occitania como un ocupante extranjero, los poderes occitanos necesitaban un aliado poderoso y de ortodoxia católica indudable, para evitar que el de Montfort pudiera demandar la predicación de una nueva cruzada. Así pues, Raimundo VI, los cónsules de Tolosa, el conde de Foix y el de Comenge se dirigieron al rey de Aragón, Pedro el Católico, vasallo de la Santa Sede tras su coronación en Roma en 1204 y uno de los artífices de la victoria cristiana contra los musulmanes en las Navas de Tolosa (julio de 1212). También, en 1198, Pedro el Católico había adoptado medidas contra los herejes de sus dominios.

En el conflicto político y religioso occitano, Pedro el Católico, nunca favorable ni tolerante con los cátaros, intervino para defender a sus vasallos amenazados por la rapiña de Simón de Montfort. El barón francés, incluso después de pactar el matrimonio de su hija Amicia con el hijo de Pedro el Católico, Jaime –el futuro Jaime I (1213-1276), continuó atacando a los vasallos occitanos del rey aragonés. Por su parte, Pedro el Católico buscaba medidas de reconciliación, y así, en 1211, ocupa el castillo de Foix con la promesa de cederlo a Simón de Montfort sólo si se demostraba que el conde no era hostil a la Iglesia.

A principios de 1213, Inocencio III, recibida la queja de Pedro el Católico contra Simón de Montfort por impedir la reconciliación, ordena a Arnaldo Amalric, entonces arzobispo de Narbona, negociar con Pedro el Católico e iniciar la pacificación del Languedoc. Sin embargo, en el sínodo de Lavaur, al cual acude el rey aragonés, Simón de Montfort rechaza la conciliación y se pronuncia por la deposición del conde de Tolosa, a pesar de la actitud de Raimundo VI, favorable a aceptar todas las condiciones de la Santa Sede. En respuesta a Simón, Pedro el Católico se declara protector de todos los barones occitanos amenazados y del municipio de Tolosa.

A pesar de todo, viendo que ése era el único medio seguro de erradicar la "herejía", el papa Inocencio III se pone de parte de Simón de Montfort, llegándose así a una situación de confrontación armada, resuelta en la batalla de Muret el 12 de septiembre de 1213, en la que el rey aragonés, defensor de Raimundo VI y de los poderes occitanos, es vencido y asesinado. Acto seguido, Simón de Montfort entra en Tolosa acompañado del nuevo legado papal, Pedro de Benevento, y de Luis, hijo de Felipe II Augusto de Francia. En noviembre de 1215, el Cuarto Concilio de Letrán reconocerá a Simón de Montfort como conde de Tolosa, desposeyendo a Raimundo VI, exiliado en Cataluña después de la batalla de Muret.

El 1216, en la corte de París, Simón de Montfort presta homenaje al rey Felipe II Augusto de Francia como duque de Narbona, conde de Tolosa y vizconde de Béziers y Carcasona. Fue, sin embargo, un dominio efímero. En 1217, estalla en Languedoc una revuelta dirigida por Raimundo el Joven —el futuro Ramón VII de Tolosa (1222-1249), que culmina en la muerte de Simón— en 1218 y en el retorno a Tolosa de Raimundo VI, padre de Raimundo el Joven.

La guerra terminó definitivamente con el tratado de París (1229), por el cual el rey de Francia desposeyó a la Casa de Tolosa de la mayor parte de sus feudos y a la de Beziers (los Trencavel) de todos ellos. La independencia de los príncipes occitanos tocaba a su fin. Sin embargo, el catarismo no se extinguió.

La Inquisición se estableció en 1229 para extirpar totalmente la herejía. Operando en el sur de Tolosa, Albí, Carcasona y otras ciudades durante todo el siglo XIII y gran parte del XIV, tuvo éxito en la erradicación del movimiento. Desde mayo de 1243 hasta marzo de 1244, la ciudadela cátara de Montsegur fue asediada por las tropas del senescal de Carcasona y del arzobispo de Narbona.

El 16 de marzo de 1244 tuvo lugar un acto, en donde los líderes cátaros, así como más de doscientos seguidores, fueron arrojados a una enorme hoguera en el prat dels cremats (prado de los quemados) junto al pie del castillo. Más aún, el Papa (mediante el Concilio de Narbona en 1235 y la bula Ad extirpanda en 1252) decretó severos castigos contra todos los laicos sospechosos de simpatía con los cátaros.

Perseguidos por la Inquisición y abandonados por los nobles, los cátaros se hicieron más y más escasos, escondiéndose en los bosques y montañas, y reuniéndose sólo subrepticiamente. El pueblo hizo algunos intentos de liberarse del yugo francés y de la Inquisición, estallando en revueltas al principio del siglo XIV. Pero en este punto la secta estaba exhausta y no pudo encontrar nuevos adeptos. Tras 1330, los registros de la Inquisición apenas contienen procedimientos contra los cátaros.

Los Paulicianos eran una secta semejante. Habían sido deportados desde Capadocia a la región de Tracia en el sureste europeo por los emperadores bizantinos en el siglo IX, donde se unieron con -o más probablemente se transformaron en- los bogomilos. Durante la segunda mitad del siglo XII, contaron con gran fuerza e influencia en Bulgaria, Albania y Bosnia. Se dividieron en dos ramas, conocidas como los albanenses (absolutamente duales) y los garatenses (duales pero moderados). Estas comunidades heréticas llegaron a Italia durante los siglos XI y XII. Los milaneses adheridos a este credo recibían el nombre de patarini (patarinos) (o patarines), por su procedencia de Pataria, una calle de Milán muy frecuentada por grupos de menesterosos (pataro o patarro aludía al andrajo). El movimiento de los patarines cobró cierta importancia en el siglo XI como movimiento reformista.


                                            Iglesia Bogomila en Eslovaquia


                                            Monolito de Montsegur

Los Iconoclastas (S VIII)





Iconoclasia, expresión que en griego significa «ruptura de imágenes», es la deliberada destrucción dentro de una cultura de los iconos religiosos de la propia cultura y otros símbolos o monumentos, normalmente por motivos religiosos o políticos. La Real Academia la define como la «doctrina de los iconoclastas» y a su vez señala que «iconoclasta» proviene de εικονοκλάστης, rompedor de imágenes, y se define como tal en particular al «hereje del siglo VIII que negaba el culto debido a las sagradas imágenes, las destruía y perseguía a quienes las veneraban». La iconoclasia es un componente frecuente de los principales cambios políticos o religiosos que ocurren en el interior de una sociedad. Es por lo tanto algo que se distingue normalmente de la destrucción por parte de una cultura de las imágenes de otra, por ejemplo, por los españoles en sus conquistas de América. El término por lo general no abarca la destrucción específica de imágenes de un gobernante después de su muerte o derrocamiento (damnatio memoriae), por ejemplo, Akenatón en el Antiguo Egipto.

El término «iconoclasta» ha acabado aplicándose de manera figurada a cualquier persona que rompe con los dogmas o convenciones establecidas o los desprecia.

El término opuesto a «iconoclasta» es «iconódulo», que proviene de las palabras «icono» (imagen) y «dulía» (veneración). La herejía opuesta a ambas doctrinas, la iconoclasia y la iconodulía, es la idolatría, en la que las imágenes o figuras se adoran en sí mismas, en lugar de limitarse a reverenciarlas como representación de lo que se adora. En el contexto del Imperio bizantino el término que se usa es, principalmente, iconódulos, aunque también puede verse escrito «iconófilos».

La iconoclasia puede llevarse a cabo por personas de diferente religión, pero a menudo es el resultado de disputas sectarias entre facciones de la misma religión. En el Cristianismo, la iconoclasia ha sido motivada principalmente por una interpretación literal de los Diez Mandamientos, que prohíben la elaboración y veneración de «imágenes talladas». Los dos estallidos más serios de iconoclasia que se produjeron en el Imperio Bizantino durante los siglos VIII y IX son inusuales en el sentido de que la disputa se centraba en el uso de las imágenes, más que ser un producto secundario de preocupaciones más profundas.

Como con otros temas doctrinales en el periodo bizantino, la controversia no quedó en modo alguno restringida al ámbito eclesiástico, o a argumentos teológicos. La confrontación cultural continua con el Islam, y la amenaza militar que este último representaba, probablemente tuvo que ver en las actitudes de uno y otro bando. Parece que la iconoclasia la apoyaban sobre todo personas procedentes de la parte oriental del imperio y refugiados de las provincias tomadas por los musulmanes. Se han indicado como factores importantes, tanto al comienzo como al final del apoyo imperial a la iconoclasia, su fuerza en el ejército al principio de este período, y la creciente influencia de fuerzas balcánicas en el ejército (a los que se consideraba en general que les faltaban fuertes sentimientos iconoclastas) a lo largo del periodo.

El uso de imágenes probablemente había ido creciendo en los años que precedieron al estallido de la iconoclasia. Un cambio notable se produjo en 695, con Justiniano II que puso el rostro de Cristo en el reverso de sus monedas de oro. El efecto de la opinión iconoclasta se desconoce, pero ciertamente el cambio provocó que el califa Abd al-Malik rompiera permanentemente con su anterior adopción de los tipos de moneda bizantinos y comenzara una acuñación de moneda genuinamente islámica que sólo llevaba palabras. Una carta del patriarca Germano escrita antes de 726 a dos obispos iconoclastas dice que «ahora ciudades enteras y multitud de personas están en considerable agitación por este tema» pero existe escasa evidencia del crecimiento del debate.

En algún momento entre 726 y 730 el emperador bizantino León III el Isáurico ordenó que se quitara una imagen de Jesús colocada de manera destacada sobre la puerta de Calcis, la entrada ceremonial al Gran Palacio de Constantinopla, y que se reemplazara con una cruz. Algunas personas dedicadas a la tarea fueron asesinadas por una banda de iconódulos. Los escritos sugieren que al menos parte de la razón para que se quitara podría radicar en los reveses militares en la lucha contra los musulmanes y la erupción de la isla volcánica de Tera, que León posiblemente veía como evidencia de la ira de Dios que la Iglesia había atraído por su veneración de imágenes. Se dice que León describió la veneración de imágenes como «artimañas de idolatría». Aparentemente prohibió la veneración de imágenes religiosas en un edicto de 730, que no se aplicaba a otras formas de arte, como la imagen del emperador, o símbolos religiosos como la cruz. «No vio necesidad de consultar a la iglesia, y parece que se sorprendió por la intensa oposición popular que encontró».

Germano, el iconódulo patriarca de Constantinopla, o dimitió o fue depuesto después de la prohibición. Las cartas de Germano que sobreviven, escritas en la época, dicen poco de teología. Según Patricia Karlin-Hayter, lo que preocupaba a Germano era que la prohibición de los iconos probaría que la iglesia había estado en un error durante mucho tiempo y por lo tanto sería caer en el juego de judíos y musulmanes.10 En Occidente, el papa Gregorio III celebró dos sínodos en Roma y condenó las acciones de León, y en respuesta León tomó algunas tierras del Papa. Durante este periodo inicial, la preocupación en ambos bandos parece que tenía poco que ver con la teología y más con evidencias y efectos prácticos. La veneración de iconos se prohibió simplemente porque León veía en ella una violación del mandato bíblico que prohibía la elaboración y veneración de las imágenes. No hubo inicialmente concilio eclesiástico, y ningún patriarca u obispo destacado pidió que se quitaran o destruyeran los iconos. En el proceso de destruir u obscurecer las imágenes, León confiscó «valiosa platería eclesiástica, telas de altar, y relicarios decorados con figuras religiosas», pero no emprendió ninguna acción severa contra el anterior patriarca u obispos iconódulos.

León murió en 740, pero su prohibición de iconos fue establecida como dogma por su hijo, Constantino V (741-775), quien convocó el Concilio de Hieria en 754 en el que unos 330-340 obispos participaron para apoyar la posición iconoclasta. Ningún patriarca o representante de los cinco patriarcas estuvieron presentes: Constantinopla estaba vacante, mientras que Antioquía, Jerusalén y Alejandría estaban controladas por los sarracenos.

Sin embargo, el concilio iconoclasta de Hieria no puso fin al tema. En este periodo aparecieron complejos argumentos teológicos, tanto a favor como en contra del uso de imágenes. Los monasterios eran plazas fuertes a favor de la veneración de iconos, y entre los monjes se organizó una red subterránea de iconódulos. Juan Damasceno, un monje sirio que vivió fuera del territorio bizantino, se convirtió en el principal oponente de la iconoclasia a través de sus escritos teológicos. En una respuesta que recuerda a la posterior reforma protestante, Constantino se movió en contra de los monasterios, hizo que las reliquias se lanzaran al mar, y detuvo la invocación de los santos. Parece que los monjes se vieron forzados a desfilar en el Hipódromo, cada uno de la mano de una mujer, en violación de sus votos. En 765 san Esteban el Joven fue asesinado, aparentemente mártir de la causa iconódula. Una serie de grandes monasterios en Constantinopla fueron secularizados, y muchos monjes huyeron a regiones más allá del control imperial efectivo en los márgenes del Imperio.

El hijo de Constantino, León IV (775-80) fue menos riguroso, y durante un tiempo intentó mediar entre las facciones. Hacia el final de su vida, sin embargo, León emprendió severas medidas contra las imágenes y habría excluido a su esposa Irene, quien tenía fama de venerar imágenes en secreto. Murió antes de conseguir esto e Irene asumió el poder como regente de su hijo, Constantino VI (780-97). Con la ascensión de Irene como regente, el primer periodo iconoclasta llegó a su fin.

Irene puso en marcha un nuevo concilio ecuménico, llamado después el II Concilio de Nicea, que se reunió por vez primera en Constantinopla en 786 pero fue interrumpido por unidades militares leales al legado iconoclasta. El concilio se reunió de nuevo en Nicea en 787 y revocó los decretos del previo concilio iconoclasta celebrado en Constantinopla e Hieria, asumiendo su título de séptimo concilio ecuménico. Así que hubo dos concilios que se llamaron el «séptimo concilio ecuménico», el primero apoyando la iconoclasia, el segundo negando el primero y defendiendo la veneración de imágenes. A diferencia del concilio iconoclasta, el concilio iconódulo incluyó representantes papales, y sus decretos fueron aprobados por el Papado. La iglesia ortodoxa oriental considera que es el último concilio ecuménico genuino. La veneración de imágenes duró todo el reinado de la emperatriz Irene, de su sucesor, Nicéforo I (802-811), y los dos breves reinados posteriores al suyo.

El emperador León V el Armenio instituyó un segundo periodo de iconoclasia en 815, de nuevo posiblemente motivado por las derrotas militares vistas como prueba del descontento divino. Los bizantinos habían sufrido una serie de humillantes derrotas a manos del jan búlgaro, Krum, en el curso de las cuales el emperador Nicéforo I murió en batalla y el emperador Miguel I Rangabé se vio forzado a abdicar.

En junio de 813, un mes antes de la coronación de León V, un grupo de soldados irrumpió en el mausoleo imperial en la iglesia de los Santos Apóstoles, abrió el sarcófago de Constantino V, y le imploró que regresara para salvar el imperio.

Poco después de su ascenso, León V comenzó a discutir la posibilidad de revivir la iconoclasia con una serie de personas, entre ellos sacerdotes, monjes, y miembros del Senado. Se dice que señaló a un grupo de consejeros que

    todos los emperadores que tomaron las imágenes y las veneraron encontraron la muerte en revuelta o en la guerra; pero los que no las veneraron murieron de muerte natural, permanecieron en el poder hasta su muerte, y luego se les enterró con todos los honores en el mausoleo imperial en la iglesia de los Santos Apóstoles.

Lo siguiente que hizo León fue nombrar una «comisión» de monjes para que «leyeran en los libros antiguos» y alcanzaran una decisión sobre la veneración de imágenes. Pronto descubrieron las actas del sínodo iconoclasta de 754. Se produjo un primer debate entre quienes apoyaban a León y los clérigos que seguían defendiendo la veneración de imágenes, guiado este último grupo por el patriarca Nicéforo, que no llegó a ninguna resolución. Sin embargo, León había quedado aparentemente convencido para entonces de que la posición correcta era la iconoclasta, e hizo que la imagen de la puerta de Calcis de nuevo fuera reemplazada con una cruz. El renacimiento de la iconoclasia se oficializó en 815 por un sínodo celebrado en Santa Sofía.

A León le sucedió Miguel II, quien en una carta de 824 al emperador carolingio Ludovico Pío lamentó la apariencia de veneración de imágenes en la iglesia y prácticas semejantes como que iconos fueran los padrinos de bautismo de niños. Confirmó los decretos del concilio iconoclasta de 754.

A Miguel le sucedió su hijo, Teófilo que murió dejando a su esposa Teodora regente por su heredero menor, Miguel III. Como Irene cincuenta años atrás, Teodora movilizó a los iconódulos y proclamó la restauración de las imágenes en 843, con la condición de que Teófilo no fuera condenado. Puesto que por entonces era el primer domingo de gran cuaresma había sido celebrada en la iglesia ortodoxa como la fiesta del «triunfo de la ortodoxia».

Lo que queda de los argumentos iconoclastas se encuentra en gran medida en escritos iconódulos. Para entender los argumentos iconoclastas, uno debe tener en cuenta los puntos principales:

    La iconoclasia condenaba la realización de cualquier imagen sin vida (esto es, pintura o escultura) que pretenda representar a Jesús o a uno de los santos. El Epítome de la Definición del conciábulo iconoclasta celebrado en 754 declaró:

        «Con apoyo en las Sagradas Escrituras y los Padres, declaramos unánimemente, en el nombre de la Santísima Trinidad, que se rechazarán y se quitarán y maldecirán de las iglesias cristianas cada imagen que se haya hecho de cualquier material y color cualquiera que sea el malvado arte de los pintores.... Si cualquiera se atreve a representar la imagen divina (χαρακτήρ, charaktēr) del mundo después de la Encarnación con colores materiales, ¡será anatema!... Si cualquiera pretende representar las formas de los Santos en pinturas sin vida con colores materiales que no son valiosas (pues esta idea es vana y la ha creado el demonio), y no representa más bien sus virtudes como imagenes vivas en sí mismas, ¡será anatema!"»

    Para los iconoclastas, la única imagen religiosa real debe tener una semejanza exacta con el prototipo -de la misma sustancia- lo que consideran imposible, faltándole espíritu y vida a la madera y la pintura. Por tanto, para los iconoclastas el único «icono» verdadero (y permitido) de Jesús era la eucaristía, que se creía que era su verdadero cuerpo y sangre.
    Cualquier imagen verdadera de Jesús debía ser capaz de representar tanto su naturaleza divina (que es imposible porque no puede ser visto ni abarcado) y su naturaleza humana (que es posible). Pero al hacer un icono de Jesús, uno está separando sus naturalezas divina y humana, puesto que sólo lo humano puede representarse (separar las naturalezas era considerado nestorianismo), o de otro modo confundiendo las naturalezas divina y humana, considerándolas a ambas una sola (unión de las naturalezas humana y divina, lo que se consideraba monofisismo).
    El uso de imágenes con finalidad religiosa se veía como una innovación en la Iglesia, un error satánico que confundía a los cristianos para volver a prácticas paganas.

        «Satán confundió a los hombres, de manera que veneraron a la criatura en lugar de al Creador. La Ley de Moisés y los Profetas cooperaron para eliminar esta ruina... Pero el anteriormente mencionado demiurgo del mal... gradualmente trajo de nuevo la idolatría bajo la apariencia de Cristianismo».17

    También se vio como un apartamiento de la tradición eclesiástica antigua, de la que hay documentación escrita opuesta a las imágenes religiosas.

Los principales oponentes teológicos de la iconoclasia fueron los monjes Mansur (Juan Damasceno), quien, viviendo en territorio musulmán como consejero del califa de Damasco, estaba suficientemente lejos del emperador bizantino como para evitar la sanción, y Teodoro Estudita, abad del monasterio de Studion en Constantinopla.

Juan declaró que él no veneraba a la materia, «sino al creador de la materia». Sin embargo, también declaró, «pero yo también veneré la materia a través de la cual vino a mi la salvación, como lleno con divina energía y gracia». Incluye en esta última categoría la tinta con la que se escribieron los evangelios así como la pintura de imágenes, la madera de la Cruz y el cuerpo y la sangre de Jesús.

La respuesta iconódula a la iconoclasia incluía:

    Afirmación que el mandamiento bíblico que prohibía las imágenes de Dios había sido superado por la encarnación de Jesús, quien, siendo la segunda persona de la Trinidad, es Dios encarnado en materia visible. Por lo tanto, no estaban representando al Dios invisible, sino a Dios tal como apareció en carne. Fueron capaces de aducir el tema de la encarnación en su favor, mientras que los iconoclastas habían usado el tema de la encarnación contra ellos.
    Más aún, desde su punto de vista los ídolos representaban personas sin sustancia o realidad, mientras que los iconos representaban a personas reales. Esencialmente el argumento era «todas las imágenes religiosas que no son de nuestra fe son ídolos; todas las imágenes de nuestra fe son iconos que hay que venerar». Esto era considerado comparable a la práctica del Antiguo Testamento de ofrecer sacrificios de fuego sólo a Dios, y no a ningún otro dios.
    En relación con la tradición escrita que se oponía a la realización y veneración de imágenes, afirmaban que los iconos eran parte de la tradición oral no documentada(parádosis, sancionada en la Ortodoxia como autoridad en doctrina por referencia a la Segunda epístola a los tesalonicenses 2:15, Basilio el Grande, etc.).
    Los argumentos fueron tomados del milagroso Acheiropoieta, el supuesto icono de la Virgen pintado con su aprobación por san Lucas, y otras ocurrencias milagrosas alrededor de iconos, que demostraban la aprobación divina de las prácticas iconódulas.
    Los iconódulos argumentaban además que decisiones semejantes a si los iconos deben ser venerados o no deben tomarse por la iglesia correctamente reunida en concilio, no de imposición a la iglesia por parte de un emperador. De esta manera el argumento también implicó el tema de la relación adecuada entre la iglesia y el estado. En relación a esto estaba la observación de que era tonto denegar a Dios el mismo honor que libremente se daba al emperador humano.

Los emperadores siempre habían intervenido en asuntos eclesiásticos desde los tiempos de Constantino. Como escribe Cyril Mango,

    «El legado de Nicea, el primer concilio universal de la iglesia, iba a unir al emperador a algo que no era asunto suyo, esto es, la definición e imposición de la ortodoxia, por la fuerza si era necesario»10

Esa práctica continuó desde el principio hasta el fin de la controversia iconoclasta y más allá, con algunos emperadores reforzando la iconoclasia, y dos emperatrices regentes forzando el restablecimiento de la veneración de imágenes. Una distinción entre los emperadores iconoclastas y Constantino I fue que este último no dictó la conclusión del I Concilio de Nicea antes de convocarlo, mientras que León III empezó forzando una política de iconoclasia más de veinte años antes de que concilio de Hieria lo aprobara.

martes, 27 de noviembre de 2012

Los Pelagianos (S V)





El pelagianismo es una de las doctrinas considerada como herejía cristiana, con más peso en la Edad Antigua. La doctrina recibe su nombre de Pelagio.

Surgió como doctrina en el siglo V, siendo condenado por la Iglesia Católica de forma definitiva el año 417. Negaba la existencia del pecado original, falta que habría afectado sólo a Adán, por tanto la humanidad nacía libre de culpa y una de las funciones del bautismo, limpiar ese supuesto pecado, quedaba así sin sentido. Además, defendía que la gracia no tenía ningún papel en la salvación, sólo era importante obrar bien siguiendo el ejemplo de Jesús.

Aparte de los principales episodios de la controversia pelagiana, poco o nada se conoce sobre la vida de Pelagio. Son más abundantes las fuentes tras su salida de Roma en el 411, hasta después del 418, cuando de nuevo se produce un silencio sobre su persona en la Historia. Como, según San Agustín (De peccat. orig., XXIV) testifica, Pelagio vivió en Roma “por largo tiempo”, podemos suponer que residió allá al menos desde el pontificado del papa Anastasio I (398-401). Respecto a su larga vida antes del año 400 y, sobre todo respecto a su juventud, todo es oscuridad; aun el lugar en que nació está en discusión. Mientras que testimonios fiables, como Agustín, Orosio, Próspero y Mario Mercátor, son absolutamente explícitos en asignar Britania como su país nativo, como así parece según su nombre familiar: Brito o Britannicus. Jerónimo lo ridiculiza como “escocés”, quien, habiendo sido “rellenado con gachas de avena escocesa” (Scotorum pultibus proegravatus) sufre de débil memoria.

Argumentando correctamente que los “escoceses” de aquellos días eran realmente los irlandeses, H. Zimmer ha adelantado razones de peso para la hipótesis de que el verdadero lugar de origen de Pelagio debiera ser buscado en Irlanda, y que habría permanecido en el sudoeste de Gran Bretaña sólo en tránsito hacia Roma. Alto de estatura y corpulento de apariencia, Pelagio tenía educación superior, hablaba y escribía bien, con gran fluidez, tanto el latín como el griego, además era versado en teología. Fue monje, entregado consecuentemente a prácticas de ascetismo, pero nunca fue clérigo. Tanto Orosio como el Papa Zósimo lo llamaron “hombre de leyes”. En Roma misma gozó de reputación por su austeridad. S. Agustín lo llama “varón santo”, vir sanctus. Mantuvo una edificante correspondencia —que más tarde usó para su defensa personal— con San Paulino de Nola (405) y otros prominentes obispos.

Durante su permanencia en Roma compuso varias obras:

    De fide Trinitatis libri III, ahora perdida, que fue elogiada por Gennadio como "indispensable materia de lectura para los estudiantes"
    Eclogarum ex divinis Scripturis liber unus, que es la principal colección de pasajes de la Biblia basada en el Testimoniorum libri III de Cipriano. De esta obra S. Agustín ha preservado un número de fragmentos
    Commentarii in epistolas S. Pauli. Fue elaborada sin duda antes de la destrucción de Roma por Alarico (410) y conocida por S. Agustín en el 412. Zimmer es digno de crédito por haber redescubierto, en este comentario sobre S. Pablo, el trabajo original de Pelagio, que había sido, en el curso del tiempo, atribuido a S. Jerónimo;. Un examen riguroso de esta obra, que ha llegado a ser de un momento a otro famosa, ha traído a la luz que contiene las ideas fundamentales condenadas después por la Iglesia como "herejía pelagiana". En esta obra Pelagio negó el estado primitivo del hombre en el paraíso y el pecado original, insistió en la naturalidad de la concupiscencia y la muerte del cuerpo, y vinculó la existencia y universalidad actual del pecado al mal ejemplo dado por Adán al cometer el primer pecado.

Como todas las ideas de Pelagio estuvieron principalmente radicadas en la antigua filosofía pagana —especialmente en el popular sistema de los estoicos— en lugar de estarlo en el cristianismo, consideró la fuerza moral de la voluntad humana (liberum arbitrium), cuando está fortalecida por el ascetismo, como suficiente en sí misma para desear y conseguir el noble ideal de la virtud. El valor de la redención de Cristo era, en su opinión, limitado principalmente a la formación (doctrina) y al ejemplo (exemplum) que el Salvador puso en la balanza como contrapeso frente al mal ejemplo de Adán, de manera que la naturaleza mantiene la habilidad de someter al pecado y ganar la vida eterna aun sin la ayuda de la gracia.

Por justificación mediante la sola fe hemos sido indudablemente limpiados de nuestros pecados personales, pero este perdón (gratia remissionis) no implica una renovación interior de la santificación del alma. Hasta qué punto la doctrina de la sola fides "no haya tenido un defensor más potente antes de Lutero que Pelagio" y si, en particular, la concepción protestante de fe fiducial despuntó en éste varios siglos antes que en Lutero, como Loofs asume, es algo que probablemente necesita más cuidadoso examen. Por lo demás, Pelagio no habría anunciado nada nuevo con esta doctrina, dado que los adversarios de la naciente Iglesia Apostólica estaban ya familiarizados con la "justificación por la sola fe". Por otro lado, la presunción de Lutero de ser el primero en proclamar la doctrina de la fe fiducial, ya había encontrado oposición. Sin embargo Pelagio insiste expresamente, "Ceterum sine operibus fidei, non legis, mortua est fides".

Una influencia de largo alcance, sobre el posterior desarrollo del pelagianismo, fue la amistad que Pelagio contrajo en Roma con Celestio, un abogado de noble ascendencia (probablemente italiana). Eunuco por nacimiento (?), pero dotado con buenos talentos, Celestio había sido ganado para el ascetismo debido a su entusiasmo por la vida monástica y, en su condición de hermano lego, se esforzó por convertir las máximas prácticas, aprendidas de Pelagio, en principios teóricos que fueron propagados en Roma con éxito. S. Agustín, mientras califica a Pelagio de misterioso, mendaz y peligroso, llama a Celestio (De peccat. orig., XV) no sólo “increíblemente locuaz”, sino también persona de ánimo abierto, obstinado y desenvuelto en las relaciones sociales. Aun cuando sus intrigas secretas o abiertas no pasaron desapercibidas, los dos amigos —Pelagio y Celestio— no fueron molestados por los círculos oficiales romanos. Pero las cosas cambiaron cuando, en el 411, dejaron el hospitalario suelo de la metrópoli, al ser saqueada por Alarico (410), y se embarcaron al África del Norte. Cuando desembarcaron en la costa, cerca de Hipona, Agustín, el obispo de la ciudad, estaba ausente, encontrándose muy ocupado en calmar las disputas donatistas en África. Más tarde se encontraría con Pelagio en Cartago varias veces, pero sin entrar en estrecha relación con él. Después de una breve estadía en África del Norte, Pelagio viajó a Palestina, mientras Celestio trató de ser ordenado presbítero en Cartago. Pero su plan fue frustrado por el diácono Paulino de Milán, quien envió al obispo Aurelio un memorial en el que las seis tesis de Celestio —quizá extraídas de su obra ahora perdida Contra traducem peccati— fueron marcadas como heréticas. Las tesis eran las siguientes:


    Aun si Adán no hubiera pecado, habría muerto.
    El pecado de Adán lo perjudicó sólo a él, no a la humanidad entera.
    Los niños recién nacidos se encuentran en el mismo estado que Adán antes de la caída.
    La humanidad entera ni murió a través del pecado o de la muerte de Adán, ni resucitó a través de la resurrección de Cristo.
    La ley mosaica es tan buena guía para el cielo como el Evangelio.
    Antes de la venida de Cristo hubo hombres que se mantuvieron sin pecado.

A causa de estas doctrinas, que contienen claramente la quintaesencia del pelagianismo, Celestio fue citado para comparecer ante el sínodo de Cartago (411); pero se negó a retractarse de ellas, alegando que la herencia del pecado de Adán era una cuestión abierta y que su negación no era una herejía. Como resultado, Celestio no fue sólo excluido de la ordenación, sino que sus seis tesis fueron condenadas. Declaró entonces su intención de apelar al papa en Roma, pero, sin ejecutar su decisión, se fue a Éfeso en Asia Menor, donde fue ordenado sacerdote.

Mientras tanto las ideas de Pelagio se habían extendido por un amplia área, especialmente en torno a Cartago, de manera que Agustín y otros obispos se vieron impulsados a tomar una postura firme contra estas concepciones en los sermones y conversaciones privadas. Urgido por su amigo Marcelino, quien “diariamente soportó extenuantes debates con hermanos equivocados”, S. Agustín en el 412 escribió sus famosas obras De peccatorum meritis et remissione libri III (P. L., XLIV, 109 sqq.) y De spiritu et litera (ibid., 201 sqq.), en las que positivamente establece la existencia del pecado original, la necesidad del bautismo de los niños, la imposibilidad de una vida sin pecado, y la necesidad de la gracia interior (spiritus) en oposición a la gracia exterior de la ley (litera). Cuando en el 414 inquietantes rumores llegaron de Sicilia y, las así llamadas Definitiones Caelestii (reconstruidas por Garnier, Marii Mercatoris Opera, I, 384 sqq., Paris, 1673), consideradas obras de Celestio, fueron enviadas a S. Agustín, quien publicó como réplica: De perfectione justitiae hominis (P. L., XLIV, 291 sqq.), obra en la que, otra vez, demolió la ilusión de una completa libertad frente al pecado. Fuera el hacerlo por caridad, o con el fin de vencer el error más eficazmente, Agustín, en estos escritos, nunca mencionó a los dos autores de la herejía por su nombre.

En tanto, Pelagio, quien permanecía en Palestina, no se quedó inactivo; escribió una carta, que aún se conserva (en P. L., XXX, 15-45), a una noble virgen romana llamada Demetria quien, a la llegada de Alarico, había emigrado a Cartago. A ella le había inculcado sus principios estoicos de la ilimitada energía de la naturaleza. Además publicó en el 415 una obra ahora perdida: De natura, en la que trata de probar su doctrina a partir de autoridades, apelando no sólo a los escritos de Hilario y Ambrosio, sino también a las obras más recientes de Jerónimo y Agustín, estando aún, estos ambos, vivos. S. Agustín le respondió entonces con su tratado De natura et gratia (P. L., XLIV, 247 sqq.). Jerónimo, sin embargo, a quien Orosio, sacerdote español, discípulo de Agustín, había personalmente explicado el peligro de la nueva herejía, y quien había sido humillado por la severidad con que Pelagio hubo criticado su comentario a la [Epístola a los Efesios]], maduró con el tiempo su entrada en la lista de los opositores a Pelagio; lo hizo mediante su carta a Ctesiphon (Ep. CXXLIII) y su obra llena de gracia Dialogus contra Pelagianos (P. L., XXIII, 495 sqq.). Estuvo ayudado por Orosio, quien inmediatamente acusó a Pelagio de herejía en Jerusalén. Después, el obispo de Jerusalén estimó mucho (S. Agustin, "Ep. CLXXIX") a Pelagio y lo tomó como su invitado. Convocó en Julio del 415 un concilio diocesano para la investigación del cargo. Los procedimientos se vieron obstaculizados por el hecho de que Orosio, la parte acusadora, no entendía el griego y había conseguido un mal intérprete, mientras que Pelagio, el defendido, fue muy hábil para defenderse a sí mismo en griego y sostener su ortodoxia. Sin embargo, de acuerdo al informe personal (escrito al término del 415) de Orosio (Liber apolog. contra Pelagium, P. L., XXXI, 1173), las partes litigantes al final acordaron dejar el último juicio de todas las cuestiones a los latinos —dado que tanto Pelagio como sus adversarios eran latinos— y apelar a la decisión de Inocencio I; mientras tanto se impuso silencio a ambas partes.

Pero Pelagio tenía concedido sólo un breve plazo. Porque en el mismo año, los obispos de las Galias, Heros de Arlés y Lázaro de Aix, quienes, después de la derrota del usurpador Constantino (411), habían dejado sus diócesis retirándose a Palestina, llevaron el asunto ante el obispo Eulogio de Cesarea, con el resultado de que este último convocó a Pelagio en diciembre del 415, delante de un sínodo de catorce obispos que se llevó a cabo en Diospolis, la antigua Lida. Sin embargo, la fortuna favoreció otra vez al heresiarca. Respecto a las acciones legales y el asunto en sí estamos extraordinariamente bien informados gracias a De gestis Pelagii (P. L., XLIV, 319 sqq.) de S. Agustín, obra escrita en el 417 y basada en las actas del sínodo. Pelagio puntualmente obedeció a las citaciones, pero los principales acusadores, Heros y Lazaro, no hicieron su aparición, uno de ellos debido su mala salud. Y como Orosio, demasiado, expuesto al ridículo, hubo de partir, Pelagio no se defendió personalmente sino que encontró un hábil abogado en el diácono Aniano de Celeda (cf. Hieronym., Ep. cxliii, ed. Vallarsi, I, 1067). Los puntos principales de la petición fueron traducidos al griego por un intérprete y leídos sólo como un extracto. Pelagio, habiendo ganado la buena voluntad de la asamblea, debido a que les leyó algunas cartas privadas recibidas de prominentes obispos, entre ellos S. Agustín (Ep. cxlvi) empezó a refutar las diversas acusaciones. Entonces, se eximió del cargo de que él había afirmado la posibilidad de una vida sin pecado, sólamente dependiente de la libre voluntad; diciendo, por el contrario, que requería la ayuda de Dios (adjutorium Dei) para vivir sin pecado, aunque, sin embargo, con esto no se refería nada más que a la gracia de la creación (gratia creationis). Respecto a las otras doctrinas de que se le acusaba, dijo que, tal como estaban formuladas en la acusación, no eran de su autoría y que él las rechazaba. Después de la audiencia, no quedó nada más para el sínodo, que retirar los cargos al defendido y anunciar que éste gozaba de la comunión con la Iglesia. Oriente ahora había hablado dos veces y no había encontrado nada que condenar en Pelagio.

La nueva absolución de Pelagio no dejó de causar excitación y alarma en el Norte del África, donde Orosio se había dirigido en el 416 con cartas de los obispos Heros y Lázaro. Para enfrentar la cuestión algo decisivo debía hacerse. En otoño del 416, sesenta y siete obispos del África Proconsular se reunieron en un sínodo en Cartago, fue presidido por Aurelio, mientras que cincuenta y nueve obispos de la provincia eclesiástica de Numidia, a la que pertenecía la sede de Hipona, sede de S. Agustín, sostuvieron un sínodo en Milevo. En ambos lugares las doctrinas de Pelagio y Celestio fueron de nuevo rechazadas como contradictorias a la fe católica. Sin embargo, para asegurar sus decisiones con la “autoridad de la Santa Sede”, ambos sínodos escribieron a Inocencio I, pidiendo su sanción suprema. Además, para llamar la atención del Papa con mayor fuerza sobre la seriedad de la situación, cinco obispos (Agustín, Aurelio, Alipio, Evodio y Posidio) le adelantaron una carta conjunta en la que detallaban la doctrina del pecado original, el bautismo de los niños, y la gracia cristiana (S. Agustín, "Epp. clxxv-vii"). En tres cartas separadas, fechadas el 27 de enero del 417, el papa contestó a las cartas sinodales de Cartago y Milevo así como también a las de los cinco obispos (Jaffé, "Regest.", 2nd ed., nn. 321-323, Leipzig, 1885). Comenzando a partir del principio de que las resoluciones de los sínodos provinciales no tienen fuerza vinculante hasta que son confirmadas por la suprema autoridad de la sede apostólica, el papa desarrolló la enseñanza católica sobre el pecado original y la gracia y excluyó a Pelagio y Celestio, quienes habían rechazado estas enseñanzas, de la comunión con la Santa Sede, hasta que ellos revirtieran sus pareceres (donec resipiscant). En África, donde la decisión fue recibida con sincera alegría, la controversia no podía considerarse cerrada, y Agustín, el 23 de septiembre del 417 anunció desde el púlpito (Serm., cxxxi, 10 in P. L., XXXVIII, 734), "Jam de hac causa dúo concilia missa sunt ad Sedem apostolicam, inde etiam rescripta venerunt; causa finita est". Dos sínodos han escrito a la santa sede sobre este asunto, la respuesta ha llegado, el asunto ya está aclarado). Pero estaba equivocado; el asunto aún no había quedado terminado.

Inocencio I murió el 12 de marzo del 417 y Zósimo, un griego de nacimiento, lo sucedió. Ante su tribunal la cuestión pelagiana en su integridad fue ahora una vez más abierta y discutida con todas sus implicaciones. La ocasión para esto fueron las instancias que Pelagio y Celestio enviaron a la sede romana para justificarse a sí mismos. Pero, aunque las previas decisiones de Inocencio I habían removido todas las dudas sobre el asunto mismo, aún la cuestión de las personas comprometidas estaba sin decidir, es decir: ¿Habían realmente enseñado Pelagio y Celestio las doctrinas condenadas como heréticas? El sentido de justicia de Zósimo le impedía castigar a alguien con excomunión, siendo éste dudosamente convicto de su error. Y, si los pasos recientemente dados por los dos que se defendían habían sido considerados, las dudas que debieron surgir sobre este punto no fueron enteramente carentes de fundamento. En el 416 Pelagio publicó un nuevo trabajo, ahora perdido, De libero arbitrio libri IV que, en su fraseología parece inclinarse hacia la concepción agustiniana de gracia y del bautismo de los infantes, aunque en principio no se separe del anterior punto de vista del mismo autor. Hablando de la gracia cristiana, Pelagio no sólo admite la revelación divina, sino que además se refiere un tipo de gracia interior, es decir una iluminación de la mente (por medio de los sermones, la lectura de la Biblia, etc.) añadiendo, sin embargo, que esta última no sirve para que sea posible hacer obras que salven, sino sólo para facilitar su realización. Respecto al bautismo de los infantes, Pelagio afirma que les debe ser administrado en la misma forma que a los adultos, no para limpiar a los niños de un reato original, sino para asegurar su entrada “en el reino de Dios”. Los niños no bautizados, estima, podrían ser excluidos del “reino de Dios” después de su muerte, pero no de la “vida eterna”.

Pelagio envió esta obra junto con una confesión de fe que aún se conserva. En ella testimonia su obediencia como la de un niño, humildemente necesitado y, al mismo tiempo reconoce inexactitudes fortuitas que pueden ser corregidas por él quien “sostiene la misma fe y el parecer de Pedro”. Todo esto fue dirigido a Inocencio I, de cuyo deceso Pelagio no se había aún enterado. Celestio quien, mientras tanto, había cambiado su residencia de Éfeso a Constantinopla, pero había sido proscrito desde entonces por el obispo anti-pelagiano Ático, dio activamente pasos hacia su rehabilitación. En el 417 fue a Roma en persona y dejó a los pies de Zósimo una confesión de fe detallada (Fragmentos, P. L., XLV, 1718). En ésta afirma su creencia en todas las doctrinas, “desde que hay un Dios Uno y Trino hasta la resurrección de los muertos” (cf. S. Agustín, "De peccato orig.", xxiii). Muy contento con esta fe católica y obediencia, Zósimo envió dos cartas diferentes (P. L., XLV, 1719 sqq.) a los obispos africanos, diciendo que, en el caso de Celestio, los obispos Heros y Lázaro habían procedido sin la debida circunspección y que, Pelagio también, como se había probado por su reciente confesión de fe, no se había desviado de la verdad católica. Como para el caso de Celestio, quien estaba entonces en Roma, el Papa encargó a los Africanos revisar la anterior sentencia o acusarlo de herejía delante del mismo Papa dentro de dos meses. El mandato papal golpeó África como una bomba. Con gran rapidez se convocó un sínodo en Cartago en noviembre del 417, y se escribió a Zósimo pidiéndole no rescindir la sentencia que su predecesor, Inocencio I, había pronunciado contra Pelagio y Celestio, hasta que ambos hubieran confesado la necesidad de la gracia interior para todos los pensamientos, palabras y actos saludables. Al fin Zósimo se detuvo. Por un rescripto del 21 de marzo del 418, aseguró a ellos que no se había pronunciado definitivamente, sino que había despachado al África todos los documentos sobre el pelagianismo para pavimentar el camino hacia una nueva investigación conjunta. De acuerdo con el mandato papal se celebró el primero de mayo del 418, en presencia de 200 obispos, el famoso Concilio de Cartago, que otra vez tipificó al pelagianismo como una herejía en ocho (o nueve) cánones (Denzinger, "Enchir.", 10th ed., 1908, 101-8). Debido a su importancia ellos se resumen a continuación:


    La muerte no vino para Adán por necesidad física sino a través del pecado.
    Los niños recién nacidos deben ser bautizados a causa del pecado original.
    La gracia justificante no sólo vale para perdonar los pecados pasados sino que ayuda a evitar los pecados futuros.
    La gracia de Cristo no sólo permite conocer los mandamientos de Dios sino que también da fuerza a la voluntad para ejecutarlos.
    Sin la gracia de Dios no es tan sólo más difícil, sino absolutamente imposible, realizar buenas obras.
    No sólo por humildad sino con toda verdad debemos confesarnos como pecadores.
    Los santos refieren la petición del Padre nuestro, “Perdona nuestras ofensas” no sólo a otros sino también a ellos mismos.
    Los santos pronuncian la misma súplica no sólo por mera humildad sino con toda verdad.

Algunos códices contienen un noveno canon (Denzinger, loc. cit., nota 3):

    Los niños que mueren sin bautismo no van a un lugar intermedio (medius locus), ya que la no recepción del bautismo excluye tanto del “reino del cielo” como de la “vida eterna”.

Estos cánones claramente expresados, que (excepto el último mencionado) después llegaron a ser artículos de fe de la Iglesia universal, dieron el tiro de gracia al pelagianismo que, más pronto o más tarde, se desangraría hasta morir.

Mientras tanto, urgido por los africanos (probablemente mediante un cierto Valerio, quien como comes tenía una posición influyente en Ravena) el poder secular también tomó en sus manos la disputa. El emperador Honorio I, por un rescripto del 30 de abril del 418, desde Ravena, expulsó a todos los pelagianos de las ciudades de Italia. Si Celestio evadió la audiencia ante Zósimo, a la que él ahora estaba citado, “huyendo de Roma” (S. Agustín, "Contra duas epist. Pelag.", II, 5), o si él fue uno de los primeros en caer víctima del decreto imperial de exilio, no puede ser satisfactoriamente establecido a partir de las fuentes. Respecto a su vida posterior, hemos dicho que en el 421, nuevamente, llegó a Roma o a sus proximidades pero fue expulsado una segunda vez por un rescripto imperial (cf. P. L., XLV, 1750). Se afirma además que en el 425 su petición de audiencia con Celestino I fue respondida con una tercera expulsión (cf. P. L., LI, 271). Entonces buscó refugio en Oriente, donde lo encontraremos más tarde. Pelagio no pudo ser incluido en el decreto imperial de exilio de Roma, porque en ese momento sin duda residía en el Oriente, ya que a más tardar en el verano del 418, se comunicó con Piniano y su esposa Melania, quienes vivían en Palestina (cf. Card. Rampolla, "Santa Melania giuniore", Roma, 1905). Pero esta es la última información que tenemos sobre él. Probablemente murió en el oriente. Habiendo recibido las actas del Concilio de Cartago, Zósimo envió a todos los obispos del mundo su famosa Epistola tractoria (418) de la que desgraciadamente sólamente nos han llegado fragmentos. La encíclica papal, un largo documento, proporcionó un minucioso recuento de la entera causa Caelestii et Pelagii, de cuyas obras incluye abundantes citas, y categóricamente demanda la condenación del pelagianismo como una herejía. La afirmación de que cada uno de los obispos del mundo estaba obligado a confirmar esta circular mediante su propia firma, no puede ser probada; es más probable que se hubiera requerido a los obispos transmitir a Roma su acuerdo por escrito; si un obispo se negaba a firmar, sería depuesto de su oficio y condenado. Un segundo y más drástico rescripto publicado por el emperador el 9 de junio del 419 y dirigido al obispo Aurelio de Cartago (P. L., XLV, 1731), dio fuerza adicional a la medida.

El triunfo de Agustín fue completo. En el 418, sacando el balance de cómo fue la entera controversia, escribió contra los heresiarcas su última gran obra: De gratia Christi et de peccato originali (P. L., XLIV, 359 sqq.).

Después del Concilio de Éfeso (431), el pelagianismo no ocasionó más disturbios en la Iglesia Griega, de manera que los historiadores del siglo V no mencionan ya la controversia ni los nombres de los heresiarcas. Pero los rescoldos de la herejía continuaron encendidos en occidente y ésta murió muy lentamente. Los principales centros fueron las Galias y Gran Bretaña. Respecto a las Galias, un sínodo, celebrado probablemente en Troyes en el 429, se vio obligado a tomar medidas contra los pelagianos. Este sínodo además envió a los obispos Germán de Auxerre y Lobo de Troyes a Gran Bretaña, para combatir la rampante herejía, que recibió poderoso apoyo de dos discípulos de Pelagio: Agrícola y Fastidius (cf. Caspari, Letters, Treatises and Sermons from the two last Centuries of Ecclesiastical Antiquity, pp. 1-167, Christiana, 1891). Casi un siglo después, Gales fue el centro de las intrigas pelagianas. El santo arzobispo David de Menevia participó en el 519 en el sínodo de Brefy y dirigió sus ataques contra los pelagianos residentes allá. Después fue hecho primado de Cambria y convocó un sínodo contra ellos. En Irlanda también el Comentario de S. Pablo de Pelagio, descrito al comienzo de este artículo, estuvo en uso por largo tiempo después, como está probado por varias citas irlandesas de esta obra. Aun en Italia se pueden encontrar trazas, no solamente en la diócesis de Aquilea (cf. Garnier, "Opera Marii Mercat.", I, 319 sqq., Paris, 1673) sino también en Italia central; el así llamado Liber Praedestinatus, escrito cerca del 440 quizá en Roma misma, consta no tanto de semipelagianismo sino, más bien, de genuino pelagianismo (cf. von Schubert, "Der sog. Praedestinatus, ein Beitrag zur Geschichte des Pelagianismus", Leipzig, 1903). No fue sino hasta el segundo Concilio de Orange (529) cuando el pelagianismo exhaló su último aliento en Occidente, pero esta convención dirigió sus decisiones primariamente contra el semipelagianismo (q.v.).